A simple vista, podrías pasar frente al Museo Tamayo y no darte cuenta de que estás frente a una de las obras más importantes de la arquitectura moderna mexicana. Y es que fue diseñado precisamente para eso: para pasar desapercibido.
Su estructura de concreto gris se mezcla con la tierra y el follaje del bosque de Chapultepec, como si se tratara de una ruina moderna, un búnker artístico que parece emerger del suelo. Pero detrás de ese camuflaje hay una historia de rebeldía, arte y vanguardia.
El museo que se mimetiza con el bosque
Cuando Rufino Tamayo propuso su idea en los años setenta, el arte mexicano todavía estaba dominado por el muralismo, el nacionalismo y el discurso político. Tamayo quería romper con eso. Su sueño era crear un museo que dialogara con el mundo, que mirara hacia afuera, que hablara el lenguaje del arte contemporáneo internacional.
Para lograrlo, convocó a dos de los arquitectos más influyentes de la época: Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky. Juntos concibieron un edificio que no se impusiera sobre el paisaje, sino que formara parte del bosque.
El museo, construido entre 1979 y 1981, fue descrito por sus creadores como “una pieza de tierra levantada”. Las rampas, inclinaciones y terrazas no son solo un gesto estético, sino una estrategia para que el edificio se entierre parcialmente y no interrumpa la vista natural de Chapultepec.
El concreto en medio del bosque
El sello distintivo del Tamayo es su concreto martelinado, una técnica que Teodoro González de León utilizó en gran parte de su obra. Este concreto se pica a mano, golpe a golpe, para lograr textura, profundidad y un acabado artesanal que lo hace único.
Más allá de lo visual, esta técnica permite que el edificio envejezca con dignidad, integrándose al entorno con el paso del tiempo. Las manchas, el desgaste y las tonalidades naturales no son defectos: son parte del paisaje, del diálogo entre la naturaleza y la arquitectura.
Sus interiores
El interior del museo es tan revolucionario como su fachada. Las salas no siguen la típica estructura rectangular, sino que son espacios irregulares conectados por rampas que fluyen de manera orgánica.
Cada transición fue pensada para que el visitante viva el arte, no solo lo observe.
El recorrido no tiene un inicio o un final claros: cada visitante traza su propio camino, sube, baja y se deja guiar por la luz, el espacio y las obras.
Rufino Tamayo no solo impulsó el proyecto, también donó su colección personal al museo, incluyendo piezas de artistas internacionales como Picasso, Miró y Bacon. Así, el Tamayo nació como un puente entre México y el mundo, en una época en la que el arte contemporáneo global apenas tenía presencia en el país.