Considerado uno de los ballets románticos más emblemáticos del siglo XIX, Giselle vuelve a la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes interpretado por la Compañía Nacional de Danza de México.
Entrevistamos a la mente maestra detrás de la coreografía: Svetlana Ballester. Cuando le preguntamos cómo plamó la ternura, pero también el deseo a través de la dulce protagonista Giselle, ella respondió:
Me inspira la vida, con sus matices y emociones. Cómo reaccionamos todos al amor, al desamor, al engaño, al perdón. Este ballet es un reflejo de la vida, y eso traté de plasmarlo.
Para Ballester, cada gesto cuenta una historia. Desde la manera en que un bailarín respira hasta cómo mueve sus manos o se desplaza sobre el escenario, todo comunica.
No es solo la cara, es también el gesto corporal, las respiraciones, la manera de moverte. En la medida en que muevas tus manos puedes dar la impresión de un príncipe o de un hombre rudo, como Hilarion. Son muchos pequeños detalles. Es un trabajo exhaustivo, pero esa es la esencia del ballet: la verdad detrás del movimiento.
La preparación de Giselle implicó un intenso trabajo de precisión técnica y musicalidad. Ballester destaca que, aunque el montaje cuenta con primeras figuras, solistas y papeles de carácter, todos los días son una oportunidad para pulir la interpretación y profundizar en la sincronía entre danza y música. Sin embargo, cuando le preguntamos cuál es su momento favorito, ella respondió:
Desde que comienza la música, te adentras en la historia. El primer acto es terrenal, lleno de vida y brillo. La escena en la que ella enloquece y muere es impactante. Pero el segundo acto… es pura belleza. Las wilies, esos cuerpos de baile femeninos, te hacen soñar. Este ballet es una joya en su totalidad; cada momento merece ser visto y sentido.
Con su equilibrio entre técnica impecable y emoción humana, Giselle sigue siendo un pilar del repertorio mundial. En esta temporada en Bellas Artes, la Compañía Nacional de Danza ofrece una interpretación que honra la tradición, pero con la sensibilidad contemporánea de una generación que entiende que el amor —como la danza— vive entre la fragilidad y la eternidad.